Memorias de nazis y fantasmas

Destacadas 03/02/2019
La agilidad en el andar entre los pastizales y las raíces monstruosas de los árboles, es una de las particularidades más notables de Don Alfonso Leishman, quien a sus 85 años y tras su copiosa barba, persiste en caminar a mi lado, hacia las ruinas del Club Hotel de Sierra de la Ventana, para señalarme, puntualmente, el lugar de una abominable aparición de la que fue testigo en su niñez. Ante nuestros ojos, finalmente el gigantesco esqueleto. En 1983, un incendio inesperado lo transformó en el viejo edificio que es hoy; una construcción que, para el neófito, su datación temporal hasta parece legendaria; en el medio de la inmensidad serrana y en el imaginario colectivo, oficia como un antiguo templo que, narra oscuras historias desde el silencio de sus muros. “Viví hasta los 15 años cerca de este lugar -cuenta el entrevistado- mi familia había llegado a fines del siglo XIX; éramos judio-alemanes y protestantes”. Don Alfonso se sienta sobre unas raíces con una destreza increíble; arma un cigarrillo y, mientras habla, sus tupidas cejas blancas, cobran vida propia . Las vivencias que narra, transcurrieron en 1943, cuando un grupo de más de 300 tripulantes del buque acorazado alemán "Admiral Graf Spee", autohundido en la costa de Uruguay, fueron enviados por la Armada a las instalaciones del ex Club Hotel. “Cuando llegaron los alemanes, yo creo que tenía ocho o nueve años. Recuerdo cómo si fuera hoy, que los vimos entrar con gran carga; muchos parecían muertos en vida”. Entre los trescientos cincuenta soldados que habían llegado al lugar, Alfonso cosechó amigos: “Era muy pibe y ninguno de ellos sabía que mi familia era judía, a veces hasta intercambiábamos quesos caseros y pan con los cuidadores del ejército”. Lo cierto es que compartió (o fue testigo) de varias “postales” de la cotidianidad de los internos, ya que prisioneros no podían ser llamados. Huérfanos de barco, de capitán y lejos del Reich, los hombres se “abuenaban” como bien considera aún hoy el anciano; jugaban cartas, alguno que otro tocaba la “verdulera”, e incluso hasta un par de ellos, habían adoptado el juego de la Taba de los custodios. Al tiempo de llegar, hubo un hecho que marcó una gran camaradería. El arreglo de las calderas y la usina: tanto nuestros paisanos como los extranjeros, trabajaron de igual a igual. Además, tuvieron que superar muchos obstáculos: las llaves de la mitad de las instalaciones jamás fueron encontradas; algunos decían que el antiguo cuidador había sido enterrado con ellas. Todo marchaba en armonía: “Había empezado a ingresar -continúa Don Alfonso- por el lado de la cocina; hasta a veces me ‘mandaba’ por los pasillos. Uno de los alemanes, me advirtió que no me aventurara más allá de algunos tramos; me decía que estaban preocupados porque unas “extrañas sombras” se aparecían por allí, y que incluso se escuchaban quejidos como de animales. Yo, que naturalmente no creía en nada, y la sola prohibición no hacía más que alimentar el deseo de conocer la parte vedada; no hice caso. Al otro día entré en la oscuridad de la otra ala del Club Hotel, la que no había visto internamente, y me ganó el escalofrío. Evidentemente, los gritos no eran de animales; un maquinista de la vieja nave, cuyo nombre me dijeron era Franz, agonizaba con la mitad del cuerpo lleno de ulceraciones y quemado, en carne viva. A veces entraba y lo miraba desde lejos, hasta en una oportunidad ayudé a llevarle agua y renovar su escupidera”. Definitivamente, el entonces niño no era impresionable; y ya familiarizado con todo el edificio, no solo se acostumbró a la presencia y los quejidos de Franz, sino que también corroboró, gracias a la confianza del cocinero, la cuestión de las apariciones extrañas de las que había sido notificado: “Hasta ese momento, yo jamás había escuchado la palabra ‘fantasma’. El cocinero me contaba que cuando fueron a encender las calderas; una presencia parecía ‘acompañarlos’, y que incluso Peralta, el encargado de los insumos y Hannover, uno de los alemanes, habían entrado en crisis, porque habían visto cómo un ‘cosa’ extraña los miraba desde los rincones”. Don Alfonso Leishman apaga el cigarrillo entre el índice y el dedo gordo de la misma mano derecha con la que lo fumó, guarda el resto en el bolsillo y me dice: “Había escuchado a algunos del ejército que decían que habían visto ‘eso’ la noche anterior en el corredor de Franz, el quemado, por lo que ese mismo día después de la cena, alrededor de las siete, que ya en otoño es de noche; me escabullí en el corredor y esperé...” Visiblemente conmovido, Leishman me pide que apague el grabador; y que tome nota muy detalladamente. Dice que, a la media hora, comenzó a percibir un fuerte olor acre; al principio le pareció similar al de la sangre, sin embargo después notó algo definitivamente nauseabundo, como si fuera de heces, pero finalmente prevaleció un fuerte vaho a azufre y amoníaco. La mayoría de las habitaciones estaban vacías; los hombres, aún estaban en los rituales previos a acostarse, algunos cenando tardíamente, otros en el ocio de los dados, la taba o la borrachera. Un ruido metálico sonó en el eco del pasillo. Alfonso levantó los ojos desde un extremo del ala y quedó mudo de espanto. Una criatura lo miraba desde el cielorraso. La figura tal vez tuviera más de dos metros de alto, y estaba encorvada. Arrinconado, en el vértice opuesto del pasillo, el niño de ocho años que era Alfonso, la veía acercarse sigilosamente. La aparición flotaba a medio metro del piso, y extendía un brazo hacia la pared; aún a diez metros, Alfonso veía que entre los dedos grotescamente separados (manchados, como si fuera de grasa u hollín) sostenía un pesado manojo de llaves. Raspaba, con los metales enmohecidos, la pared por encima de las puertas de las habitaciones, y al hacerlo emitía un quejido agudo, tal vez un llanto; lo cierto era que sonaba como un ulular animal y enfermizo, mientras sonreía y bamboleaba grotescamente la cabeza con los ojos cerrados. “Böser Geist! en Perfecto alemán ‘Espíritu maligno’, se oyó en el pasillo, y era la voz agonizante del hombre quemado, de Franz, a quien Alfonso descubría palpitante, erguido y desafiante, parado en el medio del pasillo, dándole la espalda al niño, temblando y sollozando, pero enfrentando al espectro, con una ‘luger’ reglamentaria. Las ojeras de Alfonso, cicatrices del tiempo, evocan con lágrimas esas horas macabras: “Esa ‘cosa’ se me acercaba, y en un momento ‘el quemado’ me miró como poseído; no dudó en gritarme : ‘Geh weg!”, y entendí en la lengua de mis padres que me decía que me fuera...sin pensarlo, corrí a la ventana más próxima y me tiré a través la cortina, sin pensar si estaba abierta o cerrada. Afortunadamente, la salté sin barreras y rodé en el césped. La inmensidad de la noche se iluminó con la intermitencias de tres disparos; a los que siguieron los gritos del hombre quemado, el espeluznante ‘gorjeo’ de la aparición, y a los segundos, las voces de sorpresa y las corridas de muchos camaradas agolpados en el pasillo: me asomé aterrorizado y solo vi el cuerpo inerte de Franz, junto a muchos hombres rodeándolo; el persistente hedor a amoníaco y azufre impregnaba todo y a todos. Corrí a mi casa y llegué a minutos de cenar; supe al otro día que mi salvador, el hombre quemado había muerto. Nunca más volví al lugar”. Alfonso guardó silencio y lo acompañé en la iniciativa. Desandamos un trayecto más del camino, conversando nimiedades sin importancia; volvió la vista hacia atrás y luego, cortésmente se despidió, agradeciéndome muy educadamente por la oportunidad de contar su historia; se repuso rápidamente, la compostura había, aparentemente, triunfado sobre la emoción. Insistí que el agradecido era yo; sonrió con tristeza y me indicó con un profuso ademán que ambos entendimos en silencio, que volvería solo al auto. Lo vi perderse entre las raíces monstruosas y no pude dejar de evocar a los ents de J.R.R. Tolkien. Juraría que al volver a mirar hacia las ruinas desnudas, antes de hacer unas últimas anotaciones para la redacción de la nota, infinidad de rostros vacíos, y entre ellos uno deforme y de mirada triste, me devolvieron muecas de dolor, desde la abertura más cercana. Fernando Quiroga para La Nueva.com